La paciencia no busca protección en lo externo —como una celda apartada o el retiro en el desierto—, pues se fortalece desde dentro, por la virtud de la humildad, que es su madre y su defensora.
Si nos irrita una ofensa, es evidente que en nosotros no hay un fundamento sólido de humildad, y por eso, al primer golpe de una pequeña tormenta, nuestro edificio se tambalea, amenazando con derrumbarse.

No es digno de alabanza ni de admiración aquel tipo de paciencia que, libre de toda flecha enemiga, conserva la calma, sino aquella paciencia que es excelente y gloriosa cuando permanece inconmovible mientras rugen contra ella las tormentas de las tentaciones.

Sabemos que cuanto más el hombre es atormentado y afligido por desgracias, tanto más pronto alcanza firmeza y llega a ser más perfecto precisamente cuando parece estar quebrantado.
Porque todos saben que la paciencia consiste en soportar los sufrimientos, y paciente debe llamarse solo aquel que sin murmuración soporta todos los agravios que se le hacen.

Por eso dice con justicia Salomón: “El que tarda en airarse es mejor que el valiente, y el que se domina a sí mismo, mejor que el que conquista una ciudad”.
Y también: “El paciente es grande en entendimiento, pero el iracundo muestra necedad”.

Así pues, si alguien, al ser ofendido, se enciende en ira, la amargura de la ofensa recibida no debe considerarse causa del pecado, sino manifestación de una debilidad oculta.
De esto habla el Salvador en la parábola de las dos casas: una construida sobre roca y otra sobre arena. Ambas fueron azotadas por la tormenta, la lluvia y la inundación; pero la que estaba cimentada en roca no sufrió daño alguno, mientras que la edificada sobre arena se derrumbó de inmediato.

Es evidente que no cayó a causa de la lluvia o del torrente, sino porque fue construida sin sabiduría sobre arena; pues el mismo temporal no derriba la casa edificada sobre roca.
El hombre santo es probado igual que el pecador, pero se distinguen en que al primero no lo vencen ni las tentaciones más fuertes, mientras que el segundo cae incluso ante las más pequeñas.
El justo no sería digno de alabanza por su valentía si venciera sin ser tentado, pues no puede haber victoria sin lucha contra un adversario.

No podemos protegernos de las tormentas de las tentaciones ni de los ataques del diablo si depositamos la ayuda a nuestra paciencia y esperanza no en las fuerzas del hombre interior, sino en el encierro de la celda, en el retiro del desierto, en la compañía de los santos, o en el apoyo de cualquier cosa externa a nosotros.
No debemos buscar la paz fuera de nosotros, ni pensar que la paciencia ajena pueda remediar nuestra impaciencia.”

— San Juan Casiano el Romano

Por Vasilije

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