Hay cosas que hacemos por nuestra propia voluntad: quiero ir a robar algo, quiero cometer un pecado. Y hay cosas que hacemos sin querer, pero que igualmente nos hieren. No quiero robar, no quiero pecar, pero, por desgracia, lo hago. ¿Por qué? No significa siempre que quiero cometer el pecado. ¡No, no quiero! No quiero cometer el pecado, sin embargo, mi voluntad está cautiva. Cuando llega el momento [de la tentación], me siento esclavizado y, como cualquier esclavo que está atado de pies y manos, tirado de una cuerda y llevado dentro, quiera o no, así soy yo.
Todos tenemos la amarga experiencia de la esclavitud de nuestras pasiones. Todos sabemos muy bien que cuando llega la hora de la manifestación de la pasión, lo primero que destruye es nuestra voluntad, nuestra mente y nuestra libertad. ¿Cuántos de nosotros no hemos decidido muchas veces dejar de hacer algo concreto? Y, sin embargo, en el mismo instante en que decimos: “no quiero hacerlo”, exactamente [inmediatamente después] de ese momento lo cometemos. Como un hombre que grita que no quiere algo, y aun así lo hace. ¿Qué ocurre aquí? ¿Dirá alguien que es un hipócrita?
Muchos dicen que se burlan de Dios: «¿Para qué confesarme, si volveré a hacer lo que estoy acostumbrado? No puedo dejar de repetirlo». No comprendemos que Dios no nos ve así. Ante todo, depende de nuestra voluntad. Sí, por una parte cometo el pecado, pero no lo quiero, aunque en ese momento lo quiera y lo lleve a la práctica. Pero mi voluntad, en esa hora de la pasión, no me representa. Soy esclavo del pecado y no lo comprendo, no puedo resistirme. La voluntad disminuye y veo en mí otra voluntad que quiere hacer ese pecado. Cuando pasa, el hombre queda liberado, apareciendo otra voluntad que ya no desea el pecado.
Vemos lo que dice el Apóstol Pablo describiéndose a sí mismo: «Veo en mis miembros otra ley [la ley del pecado] luchando contra la ley del espíritu, forzándome a hacer lo que no quiero y no dejándome hacer lo que quiero. ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» ¿Quién me librará de este peso, de este sufrimiento y de esta esclavitud? Todos somos así. Somos, por desgracia, enfermos, esclavos del pecado, desgraciados. Así pues, tenemos pecados voluntarios e involuntarios, y pecados que no deseamos, pero que aun así cometemos, ya sea con palabras o con hechos. Pecamos con nuestras palabras. ¡Cuántas palabras no decimos y cuántas frases amargas no arrojamos, como bombas, sobre el otro! Y con los hechos también pecamos, y realizamos malas acciones, con conocimiento y sin conocimiento. Hay pecados que cometemos sabiendo que son pecados, y aun así los hacemos. Hay pecados que cometemos sin saber que lo son, pero los realizamos y nos destruimos a nosotros mismos. Nos herimos sin darnos cuenta de que lo que hicimos es pecado.
Por eso, hoy nos preguntamos si muchas cosas son pecado. «¿No es normal hacer esto, porque me gusta? Mientras no haga daño a nadie, ¿no es un fenómeno natural?» El hombre no comprende que aquello es pecado. ¿Por qué? Porque no ha entendido, ante todo, que el pecado es todo aquello que hiere su relación con Dios, todo lo que sumerge al hombre en un estado de anestesia espiritual. Consideramos que el pecado es una transgresión de la ley. No es solo eso. El pecado tiene un efecto profundo en nuestro mundo interior. El pecado es una enfermedad, un microbio que penetra en nuestro ser, con el efecto de mortificar la sensibilidad hacia Dios, haciendo que nuestra alma quede muerta, incapaz de una relación con Dios. Cuando tienes un miembro anestesiado, no sientes nada allí. Solo cuando recobra vida, sentirá dolor, sentirá cómo la vida corre en su interior.
Así pues, tenemos pecados cometidos con conocimiento y sin conocimiento. Por esta razón, es necesario conocer la Ley de Dios, los mandamientos de Dios, para no pecar por ignorancia y destruirnos sin darnos cuenta [de lo que hacemos]. De la misma manera que leemos sobre la dieta sana, qué alimentos dañan, cuáles elevan el colesterol, y decimos: «¡Esa comida te hace daño! A tu edad no puedes comer mucho. Solo puedes comer un trocito o nada». Pero, si no lo supieras, dirías: «¡Qué comida tan buena y deliciosa! Me gusta muchísimo. La voy a comer todos los días». La comes diariamente, pero luego, en la autopsia, descubrirán la causa de tu muerte. Sin saberlo, podrías destruir tu organismo, tu cuerpo. Lo mismo hace el pecado: puede destruirte desde la ignorancia. Pero el efecto será completamente devastador.
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